1 de enero de 2013

Sed

Iba siguiendo el ritmo de la sombra de la única nube que atenuaba la calcinante luz del sol. Alrededor no más que una cruda llanura mutando a desierto.
El verano era el más duro de los últimos 20 años, recordó haber oído en la radio. Y aunque esa nube que lo resguardaba y la constante brisa caliente que la movía, podían alentar la idea de una próxima lluvia, la sequía estaba pronosticada para los próximos dos meses.
El río parecía inalcanzable, mirar hacia adelante resultaba masoquista.
Tras largo rato avistó mientras avanzaba con desgano, a pocos metros de sí, la rama perfecta para utilizar de bastón cuando necesitara más apoyo que el de sus delgadas piernas o cuando se detuviera a recobrar el aliento y ésta le sirviera para incorporarse nuevamente. La recogió y siguió andando.

Paso a paso hizo todo el camino que lo separaba entre su hogar y el río. Por suerte no conocía de relojes que lo atormentaran diciéndole cuanto tiempo había perdido. Ni agendas que lo torturaran recordándole cuantas veces más debería hacer lo mismo.
Cuando llegó a la orilla, descalzó sus pies de las endebles alpargatas que le ardían en cada centímetro y creyó sentir al entrar al agua aquel pitido que hace algo caliente cuando impacta con algo frío.
Relajó cada músculo, contempló el cielo mientras flotaba en el río y al cabo de unos minutos, se sacudió los pesares del anterior recorrido y se armó del valor para volver al camino.

No sin antes, llenar los dos baldes que había acarreado consigo, con agua fresca para sus hijos.

CS.

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