21 de diciembre de 2012

La felicidad

Mariana iba caminando por esa avenida del barrio que la vió nacer, con la total tranquilidad que le daba sentirse nuevamente en casa.
No importaba que fueran casi las cuatro de la mañana, ni que los árboles, frondosos de esplendor en sus hojas por el verano, tiñeran de penumbras las veredas a esas horas. Tampoco le importaba cualquier peligro que estuviera corriendo, ya que su cabeza estaba ocupada en otras cosas.

Tratando con ansias a cada segundo perderse en la música que por sus oídos entraba, no paraba de imaginarse una y otra vez, la pelea que la había llevado a andar por las calles, ya no de la ciudad ruidosa a la que se había mudado varios años atrás, sino de ese suburbio turbio y marginal que guardaba todos esos recuerdos y personajes que siempre trató de esconder de su historia.

Su cara aún sentía el ardor y el dolor de los puñetazos que había recibido, las marcas sin embargo, aún no se percibían del todo. La oscuridad de la noche y la soledad de la calle, ayudaban a que no fueran un tema por el cual preocuparse.
Las llaves que llevaba en la mano tintineaban fuertemente por el impulso de cada paso apresurado que daba.

Cuando las canciones ya no lograban calmarla, detuvo en su celular la reproducción de las mismas. Pero descubrió tras unas cuadras que el silencio que la rodeaba, la aturdía mucho más.

La sensación de desilusión y fracaso que colgaban junto con el bolso que llevaba en sus espaldas comenzaba a cansarla, y todavía le faltaban varias cuadras por andar.

Se sentía estúpida, se sentía frágil, se sentía desvalida. Aunque nada la detendría para llegar a su casa.
La casa de su madre, donde había crecido y donde montones de parientes, algunos lejanos y otros más íntimos, se peleaban por acomodarse para entrar. Esa casa que tanto repudio le generaba por no haber sido ese hogar de ensueño durante su infancia, pero a la que nunca pudo olvidar.

Cuando llegó, golpeó con intensidad la endeble puerta de madera varias veces, hasta que un grito a media voz con bastante fastidio al otro lado, la hizo calmar.

Al oír la llave dar vueltas en la cerradura, no pudo más y se acongojó como una niña, que no pudo evitar romper en llanto cuando volvió a ver a su mamá.
Ambas sin decirse absolutamente una palabra, se abrazaron, se detuvieron para mirarse unos instantes y se volvieron a abrazar...

La pesadilla había terminado.
Ese hombre que la había sacado del barrio y le había prometido una vida de lujos y excentricidades, esa que Mariana siempre habia soñado, no la golpearía nunca más.

CS.

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